TODOS SOMOS ROMANOS
Artículo de Guy SORMAN publicado por el periódico “ABC”. A pesar de haber sido publicado el 10 de octubre del 2016, es de plena actualidad.
“Las campañas electorales en Francia, en EE.UU., en Hungría, en Gran Bretaña... giran extrañamente en torno a la identidad nacional como si nada fuese más importante. Entre todos los candidatos franceses, el que quiere excluir con más vehemencia de la comunidad nacional a los ciudadanos que no sean franceses de pura cepa es Nicolas Sarkozy, aunque él sea de origen húngaro, griego y judío. Pero para rivalizar con el Frente Nacional, que lleva 50 años con esa cantinela, Sarkozy diferencia ahora entre los franceses cuyos antepasados son los galos y los demás. Al otro lado del Atlántico, es Donald Trump quien se enmarca en una tradición «nativista» comparable; tras haber explicado que Obama no era estadounidense y dar a entender que era un musulmán nacido en Indonesia, propone prohibir en el futuro cualquier inmigración «musulmana» y probablemente latinoamericana. Para Trump y sus discípulos, está claro que el EE.UU. auténtico es blanco y cristiano. Entendemos, pero no lo aceptamos, que estos discursos sobre la identidad –como los de los ingleses antieuropeos, los escoceses, los húngaros, los vascos, los corsos y los catalanes independentistas– apelen a los instintos tribales, unos impulsos elementales de naturaleza racial, al orgullo de sus supuestas raíces, a la supuesta pureza de la sangre y a la exclusión del Otro, considerado un bárbaro y rechazado como tal. Naturalmente, estos impulsos no guardan ninguna relación con la realidad, étnica, cultural e histórica. Sarkozy ha creado una enorme controversia en torno al supuesto origen galo de los franceses. Esta hipótesis es tremendamente disparatada porque, de todos los países de Europa, Francia es el que ha sido invadido con más frecuencia desde la conquista de Julio César, hace unos 2.000 años. Además, en Francia, el galo solo aparece como símbolo de identidad a finales del siglo XIX, que es la era del folclore en todo nuestro continente. ¿Es posible imaginarse a Luis XIV identificándose con los galos? Se consideraba, al igual que Napoleón, el continuador de la tradición grecorromana. Asimismo, los estadounidenses solo son blancos si obviamos a los indios que les precedieron, y a los negros y a los mexicanos que llegaron a EE.UU. mucho antes que los antepasados de Trump. En realidad, los países occidentales modernos no tienen un origen étnico, sino solo institucional. Y si descendemos de algo o de alguien, es sobre todo del Imperio romano. Al leer ahora el magnífico libro SPQR de la historiadora Mary Beard y The Empire That Would Not Die [El imperio que se negaba a morir] del historiador estadounidense John Haldon, dedicado a Bizancio, me llama la atención lo que les debemos a esos romanos: el Estado de Derecho, nuestras leyes y nuestras costumbres. En vez de resucitar falsas identidades –galas, celtas, magiares, etcétera– tenemos que plantearnos que seguimos siendo romanos, porque el Imperio romano nunca desapareció. Sé que es costumbre considerar que la caída del Imperio romano se produjo en el año 476, con la toma de Roma por los visigodos, o –como imaginó Edward Gibbon en el siglo XVIII (Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, 1776)– en 1453, con la toma de Constantinopla por los turcos. Pero me parece que los visigodos y los turcos se convirtieron muy rápido en romanos. El sultán se consideraba el heredero de Roma, el zar de Rusia también, y Carlomagno, que era un bárbaro franco, fue emperador romano. Roma conquistó a sus conquistadores. La Iglesia católica es romana tanto de nombre como por sus ritos, y el Papa retoma el poder y los atributos del Pontifex Maximus de la Antigüedad. Si Roma no muere nunca y se transforma es porque es la negación misma del culto de las raíces y de la identidad. Muchos emperadores romanos no eran de Roma: Trajano y Adriano nacieron en España, Constantino en Serbia y Séptimo Severo en Libia. Los romanos eran unos cosmopolitas, occidentales, o al menos europeos, mucho antes de que estas palabras apareciesen en el vocabulario moderno. Habían entendido que un Imperio o un Estado no se pueden definir por la etnicidad, porque un ciudadano es ante todo aquel o aquella que respeta las leyes, independientemente de su color de piel, su idioma, sus costumbres o su lugar de nacimiento. En 212, el Edicto de Caracalla otorgó la ciudadanía romana a todo hombre libre del Imperio, y esa ciudadanía era hereditaria. Los esclavos tuvieron que esperar algunos siglos. Pues bien, más que exaltar al bárbaro galo, catalán, helvecio o escocés que hay en nosotros, creo que despertar al romano que llevamos dentro nos permitiría reencontrarnos con quienes somos realmente y tal vez nos permitiría restablecer lo que durante un tiempo fue la Paz romana, es decir, la capacidad de vivir juntos, diferentes sin duda, pero respetando todos las mismas leyes.”