Contenido del artículo de Antonio Ortí, publicado en el periódico “La Vanguardia” el 17/04/2021.
Basta observar el puente Fabricio, el más antiguo
de Roma, para comprobar la extraordinaria durabilidad y resistencia de las
construcciones romanas. Pese a levantarse en el año 62 a.C., sigue permitiendo
a los viandantes cruzar desde la orilla este del río Tíber hasta la isla
Tiberina. Pero los ejemplos son incontables: el puerto hexagonal de Trajano que
el emperador romano hizo construir entre Ostia y Fiumicino para alojar a los
grandes navíos venidos desde todos los mares para aprovisionar de mercancías a
la capital del Imperio, sigue ahí, intacto, como hace dos mil años.
Y lo mismo cabe decir de
muchos puentes esparcidos por Europa, algunos todavía en uso, de los cimientos
de edificios históricos existentes en Roma o Florencia, de la cúpula del
Panteón de Roma (construida aproximadamente en el año 113 d.C., casi 2000 años
después, sigue siendo la mayor cúpula de hormigón no armado del mundo), del
puente de Alcántara (Cáceres) y de tantas infraestructuras longevas esparcidas
por el viejo continente, el oeste de Asia y el norte de África.
La llamada “revolución del hormigón”
comenzó con la República romana en
el 509 a.C. y floreció con la llegada del Imperio romano en el 27 a.C. Los
romanos basaron su expansión territorial en la ingeniería, por lo que se vieron
obligados a acometer grandes obras para administrar sus posesiones.
Para tal fin crearon vías (según
la Universidad de Stanford, en el año 200 de nuestra era, cuando el poder de
Roma se encontraba en su máximo apogeo, las vías que recorrían el Imperio en
esta época abarcaban 85.000 kilómetros, para cubrir y comunicar cerca de seis
millones de kilómetros cuadrados) puentes, almacenes, puertos, acueductos,
anfiteatros, termas etc. Es en esta época cuando los antiguos romanos
generalizan el uso de arcos, cúpulas y bóvedas.
Pero, para construirlos, necesitaban un material
increíblemente resistente: el hormigón romano. Los documentos históricos sobre
este material escasean, pero se sabe que fue profusamente utilizado a partir
del año 150 a.C., aunque algunos estudiosos afirman que bien pudo desarrollarse
un siglo antes.
Sin embargo, con la caída
del Imperio romano, la receta exacta se perdió por completo. En De Architectura, el mayor tratado
arquitectónico que se conserva de la Antigüedad clásica, Marco Vitruvio Polión,
el que fuera arquitecto de Julio César durante su juventud, dejó
algunas pistas.
Para el cemento utilizado en los edificios, Vitruvio
describió una proporción de una parte de cal por tres de puzolana, una arena
volcánica procedente de los lechos de Pozzuoli (“pocitos”, en latín, nombre
adoptado en honor de los antiguos pozos de agua volcánica existentes en esta
parte de la región de Campania, en la zona volcánica próxima al Vesuvio, cuyas
aguas, pensaban los romanos, curaban la esterilidad). Para los trabajos
subacuáticos, en cambio, Vitrubio especificó una parte de cal por dos de
puzolana.
El erudito romano Plinio
el Viejo describió en Historia natural,
un compendio del saber existente en el siglo I de la era cristiana, cómo las
estructuras creadas con esta argamasa se convertían en “una sola masa de
piedra, inexpugnable para las olas y cada día más fuerte”.
Los ingenieros y arquitectos modernos se han maravillado
durante mucho tiempo con la solidez y firmeza del hormigón romano. Ello ha
impulsado a equipos de investigadores a visitar espigones, muelles y diques
para estudiar sus propiedades. El Laboratorio
Nacional Lawrence Berkeley de EE.UU., por ejemplo, quiso
averiguar cómo algunos muros de hormigón habían resistido impasibles el paso
del tiempo e incluso sobrevivido al terremoto de 1349.
Utilizando tecnologías muy avanzadas, como la
espectroscopia Raman, los geólogos han analizado muestras de mortero romano de
0,3 milímetros de grosor con haces de rayos X para aprender más sobre la
estructura de sus cristales. ¿La conclusión? Los romanos eran increíblemente
ingeniosos, por lo que es posible, señala Marie Jackson, científica del
Departamento de Ingeniería Civil y Medioambiental de la Universidad de
California, que observaran cómo la ceniza de las erupciones volcánicas
cristalizaba en una roca duradera.
La investigación liderada
por Jackson comenzó durante el año sabático que esta geóloga pasó en Roma para
demostrar que Plinio el Viejo no exageraba y que el agua del mar que se
filtraba en los diques marinos, a través del hormigón, favorecía su
resistencia. Según ha declarado Jackson posteriormente, los romanos utilizaron
rocas procedentes de los volcanes del Golfo de Nápoles para fabricar el
hormigón que utilizaron en Italia, pero, en cambio, en el caso de los
acueductos españoles emplearon agua dulce.
Otro descubrimiento sorprendente es que los romanos
manejaron un mineral muy raro, llamado tobermorita aluminosa. Al parecer, la
tobermorita aluminosa se formaba cuando el agua de mar se filtraba a través del
hormigón de los rompeolas y muelles, disolviendo la ceniza volcánica y permitiendo
la formación de nuevos minerales que, al reaccionar químicamente con el agua
del mar, reforzaban la matriz. Este tipo de cristalización solo se ha observado
en lugares como el volcán Surtsey, en Islandia, informa la revista Nature, tras apuntar que, en lugar de
corroerse con el tiempo, el hormigón romano tenía propiedades autocurativas y
parecía fortalecerse con su exposición a los elementos, particularmente al agua
marina.
El hormigón romano es de
gran interés científico no solo por su inigualable resistencia y durabilidad,
sino también por las ventajas medioambientales que ofrece. En la actualidad, la
mayoría de los hormigones modernos se aglutinan con cemento de Portland. Para
fabricarlo, es necesario calentar una mezcla de piedra caliza y arcilla a 1.450
grados Celsius, un proceso que libera hasta el 7% de la cantidad total de
dióxido carbono que se emite a la atmósfera cada año. El mortero romano, en
cambio, se calcina a una temperatura más baja (900 grados), lo que implica una
importante reducción de las emisiones contaminantes.
Los científicos destacan que las construcciones
modernas de hormigón comienzan a dar señales de desgaste a partir de los 50
años, un lapso de tiempo ridículo en comparación con algunas de las obras de
ingeniería romana. El problema es que las cenizas volcánicas no abundan en el
planeta.
Anteriormente a los
romanos, los griegos usaban una argamasa calcárea que, al secar, hacía de
aglomerante. Sin embargo, los romanos descubrieron que los materiales
volcánicos que usaban reaccionaban con el agua, como lo hace desde el año 1824
el cemento de Portland, el nombre elegido por James Parker y Joseph Aspdin al
patentarlo por su color oscuro, similar a la piedra de la isla de Portland del
canal de la Mancha.
Aunque el hormigón romano era mejor que muchos
hormigones de baja calidad que se siguen fabricando en la actualidad, muy
probablemente no era superior a los buenos hormigones contemporáneos. No
obstante, el romano, afirman los científicos, podría seguir siendo muy útil en
determinados contextos. Marie Jackson sugirió que podría usarse para construir
el malecón de la laguna de Swansea (Reino Unido), frente a la costa sur de
Gales, para aprovechar la energía de las mareas. La razón que esgrimió es que
la laguna tendría que estar operativa, como mínimo, durante 120 años para
amortizar los costes de construcción del proyecto, en tanto el acero que
reforzaría un dique de hormigón convencional, dijo Jackson, se corroe en 60
años.
Asimismo, se ha encontrado
algo similar a cemento romano en los gruesos muros de hormigón de un reactor
nuclear japonés. Según dijeron científicos de la Universidad de Nagoya en un
comunicado, la formación accidental de torbemorita aluminosa aumentó la resistencia
de las paredes más de tres veces, según un estudio publicado en Materials and Design.
"Descubrimos que los hidratos de cemento y los
minerales que forman las rocas reaccionaban de forma similar a lo que ocurre en
el hormigón romano, aumentando significativamente la resistencia de los muros
de la central nuclear", declaró Ippei Maruyama, ingeniero medioambiental
de la Universidad de Nagoya.
Maruyama y sus colegas
descubrieron que se formaba tobermorita aluminosa en las paredes de hormigón de
un reactor nuclear cuando se mantenían temperaturas de 40-55°C durante 16,5
años. Las muestras se tomaron en la central nuclear de Hamaoka (Japón), que
funcionó de 1976 a 2009.
Los análisis en profundidad mostraron que las gruesas
paredes del reactor eran capaces de retener la humedad. Los minerales
utilizados para fabricar el hormigón reaccionaron en presencia de esta agua,
aumentando la disponibilidad de iones de silicio y aluminio y el contenido
alcalino de la pared. Esto condujo finalmente a la formación de tobermorita
aluminosa.