Artículo de Rosario Moreno Soldevila (Universidad Pablo
Olavide) publicado en “The Conversation” el 10 de julio de 2024.
“En un capítulo de la serie El Ministerio del Tiempo, Federico
García Lorca viaja a finales del siglo XX y escucha sus versos cantados por
Camarón. “¿Tanto tiempo después España se acuerda de mí?”, pregunta el
poeta, emocionado. En otro capítulo, los funcionarios del Ministerio traen
a Miguel de Cervantes al siglo XXI y le muestran la vigencia de su obra.
Aunque los artistas puedan intuir la trascendencia de sus
escritos, la amenaza del olvido se cierne pareja a la muerte.
Leyendo el
cómic El infinito en un junco, adaptación del ensayo homónimo de
Irene Vallejo con ilustraciones de Tyto Alba, me he reencontrado entre sus
páginas con uno de mis poetas favoritos de la Antigüedad: Marcial, famoso por sus
epigramas.
Y me he preguntado: ¿qué cara pondría Marcial si, cruzando
una puerta del tiempo, se viera dibujado como personaje en un libro escrito
casi dos milenios después? Sonrío al imaginarlo. Él también podría decir, como
hace el poeta granadino y universal en la ficción televisiva, “He ganado yo”.
Marco Valerio Marcial fue un poeta romano del siglo
I. Nacido en Hispania, cerca de la actual Calatayud (Zaragoza), y educado en la
Tarraconense, buscó fortuna en la capital del Imperio romano. Allí vivió
durante más de tres décadas, rodeado de las grandes figuras literarias del
momento, cultivando un género menor que él hizo grande: el epigrama.
En los mil quinientos poemas que conservamos recogió
infinitos detalles de la vida en Roma, desde sus monumentos y grandeza a sus
penurias y miserias. Cuando comenzó el gobierno del emperador Trajano, en torno al año 98,
retornó a su ciudad natal, Bílbilis Augusta, donde
escribió sus últimos versos y terminó sus días.
Marcial merece sin duda aparecer en un libro sobre libros.
Fue consciente de la escasa entidad de la literatura que practicaba. El
epigrama es lo mínimo que se despacha en poesía. Por eso, dedicó todos sus
esfuerzos a un empeño original: una gran obra formada por poemas breves. Igual
que los mosaicos que admiramos en museos y yacimientos los forman pequeñas
teselas, los libros de Marcial se componen también de minúsculas y variadas
piezas que unidas cobran sentido estético y monumentalidad.
Sus epigramas, además, abren la puerta al fascinante mundo
del libro antiguo. En la poesía de Marcial atisbamos los inicios de una de las
grandes revoluciones culturales de la historia: el paso del rollo de papiro al
códice de pergamino. Y a pesar de los avances tecnológicos, ahí sigue Marcial,
de nuevo inmortalizado en un artefacto que ha sobrevivido al paso de los
siglos.
Marcial es vanguardista, un experimentador exquisito, pero
escribe sobre la gente y para la gente, como indica en la famosa frase “a ser
humano sabe nuestro libro” (X 4.10), según nuestra traducción para Akal. Ya no nos
reconocemos, por fortuna, en esos romanos antiguos, “brutales,
imperialistas y misóginos”, como dice la historiadora clásica
británica Mary
Beard. Muchos aspectos de esa cultura que permean su literatura nos
repelen. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, podemos seguir
dialogando con Marcial.
Nos guía por la Roma imperial, que no es una ciudad de
postal, sino una urbe cambiante, viva y sucia, siempre en obras, como las
ciudades modernas. Pone ante nosotros un espejo que devuelve nuestro propio
reflejo: apariencias vanas, brutales desigualdades económicas y humanidades
orilladas en favor del lucro. Al padre preocupado por la educación de su hijo
le recomienda con sorna que no estudie letras (¿nos suena?):
A qué maestro encomendar a tu hijo, Lupo,
me consultas y preguntas preocupado hace tiempo.
Te aconsejo que evites a todos los maestros
de gramática y retórica: que no tenga contacto
con los libros de Cicerón o de Marón.
Que abandone a Tutilio a su fama;
si escribe versos, deshereda al poeta.
¿Quieres conocer los oficios lucrativos?
Haz que aprenda a ser citarista o flautista,
y si te parece un niño duro de mollera,
hazlo pregonero o constructor (V 56).
Critica todos los vicios, no deja títere con cabeza, y puede
resultar tremendamente crudo, especialmente en los epigramas de contenido
sexual. En ellos señala cualquier comportamiento que se sale de la norma moral
romana. Recurre al disfemismo, pero también a la insinuación:
De nadie hablas, a nadie criticas, Apicio:
circula, sin embargo, el rumor de que tienes mala lengua
(III 80).
La atracción de lo prohibido
A lo largo de la historia, sus epigramas más escabrosos han
sufrido la censura. Recibió las críticas de algunos de sus contemporáneos, como
se ve cuando Marcial responde a un tal Cornelio, que se se queja de que sus
poemas no pueden leerse en las escuelas (I 35). El poeta defiende la naturaleza
procaz de su poesía y pide al censor que no castre sus libros.
En la Edad Media algunos copistas sustituyeron las palabras
malsonantes, dando al traste con el sentido. Lo curioso es que fueron minoría:
la mayoría de los monjes que copiaron a Marcial en el Medievo respetaron sus
palabras, hasta las más impúdicas.
Ya en el siglo XVI los jesuitas lo incluyeron en su plan de
estudios y no les faltaba razón: aprender latín con los epigramas es muy fácil,
divertido y estimulante. ¡Pero cómo iban a admitir epigramas “obscenos” entre
los materiales de estudio! Expurgaron entonces a Marcial, omitiendo esos
epigramas para ellos nada edificantes. Sin embargo, no hay mejor acicate para
la lectura que la prohibición. Esos poemas censurados se convirtieron en los
más codiciados por los estudiantes.
La censura no es solo cosa del pasado: la edición de Marcial
de 1919 en la Loeb Classical
Library, una reputada colección bilingüe de textos clásicos, traducía los
pasajes licenciosos no al inglés, ¡sino
al italiano! Y la autocensura tampoco ha faltado en las traducciones a
otras lenguas modernas, incluida la
nuestra, hasta décadas muy recientes.
Aun así, los lectores de todas las épocas hemos sido como
aquella mujer a la que Marcial dedica el poema III 68. Le advierte que debe
dejar de leer porque partir de ese momento el libro, por su contenido sexual,
no es apto para señoras biempensantes. Ella, que ya empezaba a cansarse de
tanto epigrama, retoma la lectura con más entusiasmo. El poeta concluye,
socarrón:
Si es que te conozco, dejabas ya aburrida el largo
librito: ahora lo leerás de cabo a rabo, curiosa. (III
68.11-12)
En uno de sus últimos poemas escritos en Roma, la propia
ciudad personificada toma la palabra. Las estatuas y monumentos sufren el paso
del tiempo, dice Roma, pero la literatura no. Gana con los siglos: los libros
son los únicos monumentos que no conocen la muerte (X 2).
En ese mismo libro, Marcial dedica unos versos elogiosos
a Plinio el Joven (X
20). Poco tiempo después, a la muerte de Marcial, Plinio cita algunos de ellos
en una carta obituario (III 21). Entristecido por su fallecimiento, reconoce su
ingenio y agudeza. Al final de la carta sentencia: “los poemas que escribió no
serán eternos; no lo serán tal vez, pero él los escribió como si fueran a
serlo”.
Plinio no alcanzó a imaginar que esos humildes epigramas
seguirían leyéndose y disfrutándose casi veinte siglos después, lo que quizás
no equivale a la eternidad, pero se le parece bastante.”