Artículo de Isidoro Merino publicado en el periódico “EL
PAÍS” hace ya unos tres años pero que merece reproducir de nuevo:
“Existe la idea de que el primer manual de carretera fue la
famosa Guía Roja, lanzada en
agosto 1900 por el fabricante francés de neumáticos André Michelin, pero no es así. Dos mil años antes
de aquellas primeras guías, que hasta 1920 se regalaban en los talleres
mecánicos a los conductores (apenas unos 2.000 en toda Francia) y que incluían
consejos prácticos para desmontar una rueda, sitios para repostar y algunas
rutas pintorescas con lugares donde comer o alojarse, ya existían estaciones de
servicios y mapas de carreteras. Las primeras se denominaban en latín mansio, y de lo segundo da prueba la Tabula
Peutingeriana, un rollo de pergamino de casi siete metros de largo que
muestra la red de calzadas del Imperio Romano hacia el
siglo IV, desde Hispania hasta Egipto y la India.
La copia más antigua que se conserva del original romano fue
realizada por un monje de Colmar (Alsacia, Francia) en el siglo XIII y se
conserva en la Biblioteca Nacional de Viena. En ella, las vías principales
están dibujadas en color rojo, con marcas que señalan las jornadas de viaje y las posadas, termas y otros lugares donde los
viajeros podían descansar. Dividido en 12 hojas o segmentos, el primero, que
correspondería a la Península
Ibérica y al sur de Gran Bretaña, se ha perdido, aunque fue
reconstruido en 1898 por el cartógrafo alemán Konrad Miller a partir de
diversas fuentes. La cartografía
digital ha permitido reproducir los itinerarios en mapas
interactivos como los del proyecto de Jean-Baptiste
Piggin o la versión para Google Maps del
catedrático de Historia antigua Richard Talbert.
A modo de un sistema nervioso, los romanos
construyeron una red de calzadas de más de 80.000 kilómetros por
todo el imperio y que no solo creaba una nueva geografía, sino que introducía
una forma romana y completamente nueva de concebir el mundo. En esta primera
red de carreteras también había señales de tráfico, los milarios o
piedras millares, una serie de mojones cilíndricos que se colocaban cada milla
romana (aproximadamente un kilómetro y medio) en las rutas principales
indicando la distancia que quedaba hasta la siguiente mansio.
Las mansio, antecedentes de
estaciones de servicio, paradores, posadas y ventas, eran lugares donde pasar
la noche, paradas en ruta gestionadas por la administración imperial, con
baños, almacenes, tiendas y tabernas que daban servicio a los viajeros, y que
derivaron en pueblos y ciudades como Segovia, Cáceres, Salamanca o Zamora.
“Por primera vez sabías exactamente dónde estabas y podías ubicarte en el
mundo”, dice la historiadora Mary
Beard, catedrática de la Universidad de Cambridge y experta en la
Antigüedad clásica, en el documental Roma,
un imperio sin límites, donde también habla de los Vasos
Apolinares (Vascula Apollinaria o vasos de Vicarello):
cuatro jarras de plata con forma de milario descubiertos en 1852 junto al lago
de Bracciano, cerca de Roma, que hoy se exhiben en el Museo Nacional
Romano en el Palacio Massimo.
En ellos aparecen grabados los nombres de las paradas
entre Gades (Cádiz) y la capital romana, y las distancias entre las etapas. En
la base de las jarras aparece la longitud total de la ruta: 1.800
millas romanas, es decir, más de 40 días de viaje. Aunque su
finalidad sigue siendo un misterio, los historiadores se inclinan a pensar que
se trata de algún tipo de souvenir, un recuerdo del
viaje que servía tanto para presumir de los lugares visitados como para brindar
con vino.
Como diría el muñeco de Michelin, la icónica
y regordeta mascota nacida en 1898 de la mano del diseñador O’Galop, “Nunc
est bibendum” ("y ahora bebamos", traducido del latín), la
fórmula horaciana con la que brindaban los antiguos romanos.”