Artículo de Mary Beard publicado en el
periódico “El País” el 16 de octubre de 2015. Sigue de actuañidad para los
interesados en Roma.
“A finales del siglo IV d. C., el río Danubio
era el paso de Calais de Roma. Lo
que solemos denominar las invasiones bárbaras, la llegada de hordas (quizá
muchedumbres) al Imperio Romano, podrían calificarse también como unos
movimientos masivos de inmigrantes económicos o refugiados políticos del norte
de Europa. Y las autoridades romanas tenían tan poca idea de afrontar aquella
crisis como las nuestras, además de que, por supuesto, eran menos compasivas.
En una famosa ocasión, que incomodó incluso a algunos observadores romanos,
vendieron carne de perro para alimentar a los que habían logrado cruzar el río
en busca de asilo (entonces, como ahora, el perro no estaba destinado al
consumo humano). No fue más que uno más de una serie de pulsos, concesiones y
conflictos militares que acabaron por destruir el poder central de Roma en la parte
occidental de su imperio. La situación se agravó por la calculada estrategia de
los romanos orientales, que, en la práctica, eran entonces ya un Estado
separado: su solución a la crisis migratoria consistió en dirigir a los
inmigrantes hacia el oeste y traspasar el problema a otros.
Es tentador pensar en los antiguos romanos como una versión de nosotros mismos.
Pusieron en marcha desastrosas expediciones militares a las mismas zonas del
mundo en las que hemos fracasado tantos siglos después. Irak fue una tumba para los romanos como lo ha
sido para nosotros. Y una de sus peores derrotas, en el año 53, a manos de un
imperio rival en el este, se produjo cerca de la frontera actual entre Siria y
Turquía. Con un giro especialmente macabro, que recuerda a las bravuconadas
sádicas del Estado Islámico: el enemigo cortó la cabeza del comandante romano y
la utilizó como parte del atrezzo en una representación de Las Bacantes de
Eurípides, en la que la cabeza del rey Penteo, decapitado por su madre, tiene
un papel siniestro y destacado.
En Italia, la
vida romana también tenía aspectos que nos resultan familiares. Vivir en una
capital con un millón de habitantes, la mayor aglomeración urbana en Occidente
hasta el siglo XIX, planteaba problemas que nos resultan conocidos: desde la
congestión del tráfico (una ley intentó impedir que circularan vehículos
pesados por la ciudad durante el día y, como consecuencia, la noche se llenó de
un ruido espantoso), hasta problemas rudimentarios de urbanismo (¿qué altura
debía autorizarse para los edificios de pisos, y en qué materiales debían
construirse para que no fueran presa del fuego?). Por su parte, las clases
políticas tenían todo tipo de preocupaciones. Hubo infinitas e inútiles leyes
para evitar que los funcionarios se llenaran los bolsillos con dinero público.
Hasta Marco Tulio Cicerón, político, poeta, filósofo y bromista, de reconocida
honradez, dejó un puesto en el extranjero con una pequeña fortuna en la maleta;
por lo visto había ahorrado mucho dinero de sus dietas.
También había
debates interminables sobre el reparto de cereal gratis o subvencionado a los
ciudadanos que vivían en la capital. ¿Era un uso apropiado de los recursos del
Estado y un precedente del que enorgullecerse, la primera vez en Occidente que
un Estado había decidido garantizar la subsistencia básica a muchos de sus
ciudadanos? ¿O era una forma de estimular la holgazanería y una extravagancia
que las arcas del Estado no podían permitirse? Una vez descubrieron a un rico
conservador romano haciendo cola para recoger su ración, que había criticado
con vehemencia y que, desde luego, no le hacía ninguna falta. Cuando le
preguntaron el motivo, respondió: “Si habéis decidido repartir las propiedades
del Estado, yo no me voy a quedar sin lo que me corresponde”. No es una lógica
muy diferente a la del millonario moderno que reclama su licencia de televisión
o su abono de transporte gratuitos.
Pero tal vez no
sea tan sencillo. Estudiar la antigua Roma desde la perspectiva del siglo XXI
es caminar por la cuerda floja, hacer equilibrios que requieren una imaginación
muy particular. Si se mira a un lado, todo parece familiar, o puede manipularse
para que lo parezca. No sólo las aventuras militares o los problemas de la vida
urbana y las migraciones. Hay conversaciones a las que casi podemos
incorporarnos sobre qué es la libertad o los problemas del sexo. Hay chistes
que todavía entendemos, edificios y monumentos que reconocemos y una vida
familiar que nos resulta comprensible, con todas sus peleas, sus divorcios y
sus adolescentes problemáticos. Muchos hemos sentido la desilusión de Cicerón
con su hijo Marco en el siglo I a.C., porque, en la Universidad de Atenas,
prefería irse de juerga y beber que asistir a clases de filosofía. Igual que el
dilema que revela un juego que vendían para que uno mismo pudiera predecir su
fortuna. Entre las muchas preguntas que podían hacer los angustiosos
compradores estaba: “¿Me pillarán cometiendo adulterio?”. Y entre las muchas
respuestas posibles que podía recibir (dependiendo de cómo cayeran los dados)
estaba la más prudente y realista: “Sí, pero todavía no”.
Al otro lado de
la cuerda de equilibrista, sin embargo, se encuentra un territorio
completamente ajeno. Parte de él es bien conocido. La institución del
esclavismo trastocaba cualquier idea de lo que constituía un ser humano. La
suciedad era estremecedora. En la antigua Roma y en todas las ciudades antiguas
en general no existía apenas ningún sistema fiable de recogida de residuos, y
se hablaba de perros vagabundos que entraban en cenas de lo más elegante
llevando en la boca trozos humanos que habían cogido en la calle. Por no hablar
de las carnicerías que eran los combates de gladiadores ni las muertes por
enfermedades cuya cura hoy damos por descontada. Más de la mitad de los romanos
morían antes de cumplir 10 años. El parto era tan letal para las mujeres como
la guerra para los hombres.
La antigua Roma
sigue siendo relevante por razones muy distintas; sobre todo, porque los debates
romanos nos han proporcionado un modelo y un lenguaje que siguen definiendo
nuestra manera de entender el mundo y reflexionar sobre nosotros mismos, desde
la teoría más elevada hasta el humor más chabacano, capaces de provocar risa,
asombro, horror y admiración más o menos en la misma medida. Desde luego, la
cultura occidental no es sólo heredera del pasado clásico, ni querríamos que lo
fuera. Por fortuna, hay muchas y variadas influencias que forman nuestro tejido
cultural: el judaísmo, el cristianismo y el islam no son más tres de las más
conocidas. Ahora bien, al menos desde el Renacimiento, muchas de nuestras
premisas sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia
política, el imperio, el lujo, la belleza e incluso el humor se han formado y
puesto a prueba en un diálogo con los romanos y sus textos.
Lo vemos en el
vocabulario de la política moderna, desde los senadores hasta los dictadores, y
en las frases hechas y los tópicos. “Desconfío de los griegos incluso cuando
traen regalos” es la advertencia que Virgilio, en la Eneida, pone en boca de un
anciano troyano al ver aparecer el famoso caballo de Troya, un regalo-trampa de
sus enemigos griegos. Y la palabra plebeyo sigue utilizándose como insulto.
Lo vemos también
en la geografía política de la Europa actual. La razón principal de que Londres
sea la capital del Reino Unido, pese a tener una situación incómoda en muchos
sentidos, es que los romanos hicieron de ella la capital de la provincia de
Britannia, una región peligrosa, decían, al otro lado del gran océano que
rodeaba el mundo civilizado. Gran Bretaña es, en muchos sentidos, una creación
de Roma.
Sin embargo, lo
que hemos heredado de Roma por encima de todo son muchos de los principios
fundamentales y los símbolos con los que definimos y debatimos la política y la
acción política. El asesinato de Julio César en los Idus de marzo del año 44 a.
C. fue, en realidad, una operación chapucera. Pese al glamour que da a la
conspiración la versión de Shakespeare, el cabecilla era Marco Junio Bruto, un
tipo nada atractivo, cuyo único motivo de fama hasta entonces había sido sacar
casi un 50% de interés de los préstamos a los desgraciados habitantes de
Chipre.
El asesinato
causó varias víctimas inocentes por lo que llamaríamos fuego amigo. Y a medio
plazo, no erradicó el poder unipersonal, como esperaban los asesinos, sino que
contribuyó a reforzarlo. Aun así, entre otros gracias a Shakespeare, es desde
entonces el modelo y la justificación para acabar con los tiranos en nombre de
la libertad. No es casualidad que John Wilkes Booth usara Idus como clave para
el día en el que planeaba matar a Abraham Lincoln. Casi todos los magnicidios
cometidos en la política occidental han tenido como telón de fondo los Idus de
marzo.
Lo importante
aquí es el debate, no la resolución. La antigua Roma no es una lección sin más,
ni tampoco una civilización a la que debemos admirar y estar agradecidos. En el
mundo clásico —tanto Roma como Grecia— hay mucho que reclama nuestro interés.
Pero otra cosa es la admiración. Después de 50 años de trabajar sobre y con
ellos, tengo que controlarme cuando oigo hablar de los “grandes” conquistadores
romanos o incluso el “gran” imperio romano. Desde luego, no se lo parecía a
quienes se encontraban con la espada de un romano en su garganta. No obstante,
los debates romanos están en la base de los nuestros, y lo estuvieron en los de
nuestros predecesores, que a su vez nos dejaron sus propios problemas,
soluciones e interpretaciones. No sólo me refiero a Catilina y las libertades civiles,
sino también a las anécdotas morbosas y a menudo ficticias de los emperadores,
que han inspirado nuestras opiniones sobre la corrupción política y los excesos
y las justificaciones, malas y buenas, de la expansión imperialista y la
intervención militar.
La historia de
Roma se reescribe sin parar. Es una labor en marcha, y siempre hay que corregir
los mitos y las medias verdades de los que vinieron antes, como sin duda habrá
que corregir los nuestros. En mi opinión, lo que más debemos revisar es la idea
unívoca de los romanos como matones. Tiene una forma inocua y humorística, en
las historias del valiente Astérix y sus enfrentamientos con las legiones
romanas (que es la primera imagen que tenemos casi todos). Pero resulta mucho
más engañosa cuando se disfraza en la respuesta a algunos de los mayores
interrogantes sobre la Roma antigua. ¿Cómo consiguió una ciudad a orillas del
Tíber, pequeña, corriente y sin grandes ventajas, llegar a dominar la península
itálica y la mayor parte del mundo conocido? ¿Tal vez, como se dice muchas
veces, no era más que una comunidad entregada a la agresión y la conquista,
construida sobre los valores del triunfo militar y poco más?
La realidad es
que los romanos no empezaron su andadura con un grandioso plan de conquistar el
mundo. Acabaron por justificar su imperio por un destino manifiesto, y Virgilio
utilizó su épica nacional, la Eneida, para hacer en retrospectiva que Júpiter
profetizara que Roma iba a ser “un imperio sin límites”. Pero los motivos
iniciales de sus conquistas no son tan fáciles de discernir. De lo que no cabe
duda es de que, al adquirir su imperio, los romanos no se dedicaron a avasallar
cruelmente a unos pueblos inocentes.
La conquista
romana fue despiadada, desde luego. La campaña de César en la Galia se ha
comparado, no sin razón, con un genocidio, y varios romanos la calificaron como
tal en aquel entonces. Uno de los rivales políticos de César llegó a sugerir
que se le juzgara por crímenes de guerra y que el jurado lo formaran miembros
de las tribus a las que había derrotado. Sin embargo, Roma se expandió en un
mundo que no estaba formado por comunidades que convivían en paz, sino que
estaba plagado de violencia endémica, centros de poder apoyados en la fuerza
militar y pequeños imperios. Casi todos los enemigos de Roma eran tan
militaristas como los romanos y, desde nuestro punto de vista, igual de
sádicos. Por eso es un problema la imagen de Astérix, que indica que los
adversarios de César en la Galia contaban con el ingenio, la inventiva, la poción
mágica y poco más. Un griego que visitó la Galia varias décadas antes de la
invasión de César contó que había visto cómo colgaban las cabezas de los
enemigos como trofeos delante de las cabañas.
Lo que necesita
explicación no es el carácter militarista de los romanos o su agresividad
psíquica, sino por qué, en un mundo en el que todos eran violentos, los romanos
triufaban más que sus enemigos y rivales. La respuesta tiene poco que ver con
tácticas superiores e incluso mejor material militar; está más relacionada con
el número de soldados sobre el terreno. Al menos en sus primeros siglos, la
costumbre habitual de Roma, única en el mundo antiguo y en la mayor parte del
moderno, era convertir a los que había derrotado en ciudadanos romanos y
transformar a los viejos enemigos en aliados y futura mano de obra. Fue un
imperio construido —y eso era en lo que debían de confiar los desesperados
refugiados en el Danubio, cuando hacía ya mucho tiempo que esta política era ya
impracticable— sobre la base de ofrecer la ciudadanía e incorporar a los
extranjeros.
Fue además un
imperio en el que las críticas más duras procedían de los propios romanos. Roma
no fue simplemente la hermana pequeña, primitiva y revoltosa de la Grecia
clásica, en la que sólo se dedicaban a la ingeniería, la eficacia militar y el
absolutismo, frente a unos griegos que preferían la curiosidad intelectual, el
teatro y la democracia. A algunos romanos les convenía fingir que era así, y a
muchos historiadores modernos les ha convenido presentar el mundo clásico como
una mera dicotomía entre dos culturas muy diferentes. Pero es un error en los
dos sentidos. Las ciudades-estado de Grecia estaban tan deseosas de ganar
batallas como los romanos, y en su mayoría tenían muy poco que ver con el breve
experimento democrático de Atenas. Y varios escritores romanos no sólo no
defendieron el poderío imperial, sino que analizaron con agudeza los orígenes y
las repercusiones de sus intervenciones en el mundo.
La historia de
Roma duró más de mil años (más de dos mil si tenemos en cuenta los siglos del
imperio bizantino en Oriente). Para bien o para mal, Roma está enraizada en
nuestras tradiciones políticas, culturales y literarias, en nuestras formas de
pensar. No es arriesgado decir que, desde el año 19 a. C., no ha habido un solo
día en el que alguien, en alguna parte, no haya leído la Eneida, y no hay
muchos otros libros, aparte de la Biblia, de los que se pueda decir lo mismo.
No pretendo formar un club de fans de la antigua Roma. No hacemos ningún favor
a los romanos considerándolos héroes, pero tampoco demonizándolos. Y no nos
haremos ningún favor a nosotros mismos si no los tomamos en serio y renunciamos
a nuestra larga y complicada conversación con ellos.”
Mary Beard es autora de 'SPQR: A History of Ancient Rome', cuya
publicación en español está prevista para mayo. © Mary Beard. Traducción de
María Luisa Rodríguez Tapia.
(Menciono el libro en español en mi apartado
de libros de este blog)
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