Artículo de Elena
Castillo, filóloga, doctora en arqueología, publicado en la web “Historia de
National Geographic”, el 18 de enero de 2024.
“La actitud de los antiguos
romanos ante el dinero era ambivalente. Por un lado,
muchos mostraban disgusto ante la exhibición de lujo y criticaban el poder que confería a los hombres la
acumulación de riquezas, una circunstancia que recoge el filósofo y poeta
Lucrecio: «Después fue inventada la propiedad privada y se descubrió el oro, que fácilmente arrebató el honor a esforzados y hermosos, pues los fuertes y los conocidos por su
hermoso cuerpo siguen el partido del más rico».
Pero lo cierto es que Roma se familiarizó muy
pronto con todas las formas de una economía comercial
desarrollada, basada en el uso de moneda y en el libre comercio y también en
mecanismos financieros que nos resultan hoy en día familiares como el cambio de moneda y el préstamo con
interés.
Lápida funerario del banquero Publio Cutilio
Fue así como en el siglo IV a.C. apareció el
grupo financiero profesional más antiguo en el mundo romano: el de los argentarios (argentarii).
Sus oficinas (tabernae argentariae) se emplazaban en cualquier lugar
donde se desarrollase una actividad comercial o de mercado. El Foro de Roma estaba
rodeado en tres de sus lados por tabernas argentarias, por lo que era éste el
lugar más habitual de encuentro para hacer negocios, así como para invertir o recibir dinero en préstamo.
Una multitud de usureros, prestamistas y deudores solía
reunirse cada día en la parte más espaciosa del pórtico de la basílica Emilia, junto al arco de Jano y el pozo de Libón. De ahí
las palabras de Horacio: «Oh ciudadanos, ciudadanos, lo primero es hacer dinero, la virtud viene después de
las monedas. Esto lo enseña Jano, y jóvenes y viejos repiten
estos preceptos, con las cajitas y las tablillas colgadas al hombro» (en
referencia a las tablillas de
cera que servían como libro de cuentas, codex
rationum, y a las cajas donde llevaban las monedas).
Las tabernas argentarias, equipadas básicamente con una mesa que servía de
mostrador, eran propiedad del Estado, que vendía a ciudadanos particulares
únicamente el derecho de uso. Ello no excluía la posibilidad de ejercer la profesión en locales
alquilados o en propiedades del patrono del negocio.
Sabemos, por ejemplo, que un banquero pompeyano llamado Lucio Cecilio Iucundo
tenía su negocio en la planta baja de su casa, en la vía del Vesubio de Pompeya.
Una de las funciones de los argentarios era ofrecer un servicio de depósito a sus
clientes. Un particular podía entregar a un banquero una
cantidad de metal amonedado, objetos preciosos o documentos valiosos en un paquete sellado (sacculus obsignatus), que constituía
un depósito regular. El depositario estaba obligado a custodiar el bien sin hacer uso de
él y sin prestarlo a un tercero, y a
restituirlo íntegramente en el lugar y momento que determinase el depositante o
cuando finalizase el contrato. Con el fondo depositado, el banquero hacía frente a los pagos que correspondieran al cliente: deudas,
recibos periódicos, tributos, etcétera; es decir, ofrecía un servicio de caja,
por el que cobraba una comisión, aunque no sabemos a cuánto ascendía.
También existía la modalidad de depósito irregular o no aellado (mutuum),
en cuyo caso el depositario podía utilizar el objeto de depósito, prestarlo y
devolver al depositante una cantidad equivalente de la misma especie. Cuando
una suma de dinero se entregaba sin sellar (non obsignata), se quedaba
en la taberna como depósito regular hasta que el
banquero hacía uso de ella. El contrato de depósito se
convertía entonces en contrato de mutuo o de usura, y se calculaban desde esa
fecha los intereses que debía recibir el cliente.
El capital privado del argentario o los
depósitos irregulares de los clientes podían ser entregados en préstamo a
terceros a cambio del pago de intereses, cuyo monto podía ser considerable. La necesidad imperiosa de dinero para
cerrar negocios y el uso de la moneda metálica hacía que en Roma las tasas de interés fueran muy elevadas,
lo que provocaba graves perjuicios económicos. En el siglo IV a.C. se
promulgaron dos leyes, la Genucia y la Duilia Menenia, que
reducían los tipos de interés, y en época de Cicerón, por un
senadoconsulto (un decreto del Senado) que redactó él mismo en el 51 a.C., se limitaron al 12 por ciento.
Quienes exigían intereses superiores a los permitidos eran llamados a juicio
por el praefectus urbis y condenados a pagar una multa.
Aun así, el elevado precio del dinero se convirtió en un problema difícil de
resolver, que primero tuvo un carácter puramente político y social, y,
posteriormente, con el cristianismo, se transformó en un problema moral. En el siglo II d.C., la quiebra de la banca de Calixto, futuro Papa, fue duramente criticada por
sus contemporáneos, pues supuso la ruina de ciudadanos indefensos, viudas y
huérfanos que habían confiado en el banquero por compartir con él la misma
religión.
Algunos negocios especialmente arriesgados,
como el comercio marítimo,
ofrecían la posibilidad de enormes ganancias para los banqueros si la operación
resultaba exitosa. Así le ocurrió a Trimalción,
liberto de Gayo Pompeyo y protagonista
del Satiricón de Petronio. En la obra, él mismo relata a sus
huéspedes cómo consiguió hacer fortuna partiendo de la nada: había empeñado las joyas de su mujer por
100 monedas de oro (10.000 sestercios) y las había invertido en una operación
comercial ultramarina que le había dado un
beneficio de 10 millones de sestercios. Se retiró del comercio
y se limitó, desde ese momento, a prestar dinero a los libertos sin poner en
riesgo sus riquezas.
A partir de mediados del siglo II a.C., los
argentarios comenzaron a participar
en las subastas. Esto llevó a la aparición de dos figuras
financieras especializadas: el coactor argentarius y el nummularius. Los coactores se encargaban de organizar la venta en
subasta, de estipular los contratos de compraventa concluidos y
de recuperar la suma prestada por el argentario a cambio de una comisión fija
del 1 por ciento. El coactor más antiguo del que se tiene noticia fue Tito
Flavio Petro, abuelo de Vespasiano, que
ejerció el oficio en Rieti, donde se había retirado tras la batalla de Farsalia (48
a.C.).
El hijo de éste, Tito
Flavio Sabino, padre del emperador, practicó la usura entre los
helvecios, tras haber sido recaudador de impuestos en
la provincia de Asia. En la casa del banquero Lucio Cecilio Iucundo se recuperó
más de un centenar de
tablillas enceradas referentes a compras realizadas
durante subastas, como la de un mulo, algunos esclavos, una partida de leña,
lino y muebles.
Los numularios, por su parte, ayudaban al
argentario en la
comprobación y cambio de monedas. El poeta Marcial explica que
sus negocios se abrían a la calle y sobre sus mesas se exponían los diferentes
tipos de divisas, en pilas ordenadas. La tarifa del cambio la establecía el
Estado en la aeraria ratio,
que se exponía junto al templo de Cástor, en el Foro. Para llamar la atención
de los clientes, los
numularios batían las monedas sobre un trozo de mármol que
tenían sobre la mesa o las lanzaban contra el suelo para comprobar al oído la
calidad de su aleación. Controlaban también la
autenticidad del metal y de la aleación con la vista, el
tacto e incluso el olfato. Usaban la «piedra de parangón» para verificar las
monedas de oro y las pesaban en una balanza con dos platos, llamada trutina.
Siempre que se realizaba un depósito o se quería saldar una
deuda era preciso que el numulario comprobase el peso y aleación de las monedas y las contase. Para ello se empleaba un
instrumento llamado ábaco, que consistía en una tabla con agujeros circulares
destinados a alojar las piezas. El oficio era, a juicio de Trimalción, uno de
los más complicados que existían después de la medicina, pues «los médicos
conocen lo que los mortales tienen dentro de su pecho y saben cuándo puede
subir la fiebre, y los numularios son capaces de ver el cobre a
través de la plata»."
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