Artículo publicado por
Isabel Rodá en el periódico “La Vanguardia” el 14/06/21.
“Una de las metas que se
propusieron los romanos fue la de dotar a las ciudades y territorios de su
imperio de unas sólidas infraestructuras,
algunas de las cuales han llegado en servicio hasta nuestros días o han
desafiado el paso del tiempo con su masa imponente. En este contexto, es
comprensible que el abastecimiento de agua constituyera una temprana y
constante preocupación.
Idearon, trazaron y mantuvieron una ingente red de
acueductos, cisternas y depósitos, con una tecnología punta, para asegurar un
satisfactorio suministro. Hay que llegar a la Edad Contemporánea para superar
el alto listón impuesto por la arquitectura y la ingeniería romanas.
En todo caso, la
arquitectura del agua se convirtió en símbolo de la grandeza de Roma y,
consecuentemente, también de sus gobernantes y emperadores, que utilizaron las costosas
obras hidráulicas como elemento de propaganda política. Si nuestra cultura bebe
en las fuentes de la griega, nuestra tecnología evoluciona a partir de la
romana. Y en el terreno de la explotación de los recursos hídricos este hecho
resulta evidente.
Cuando hablamos de acueductos, tendemos a
identificarlos con los grandes puentes sobre arcos, al estilo del de Segovia,
sin tener en cuenta que estos son solo la parte monumental de un trazado que
puede llegar a superar los cien kilómetros de longitud. Así es en realidad una
conducción de agua, que es lo que etimológicamente significa acueducto. A
través de estas inmensas canalizaciones, el agua llegaba en condiciones de
potabilidad a las ciudades para dar servicio primero al ámbito público (fuentes
y termas) y después al privado (domicilios).
La construcción y el mantenimiento de los acueductos
era una de las empresas más costosas y una de las obligaciones a las que tenían
que hacer frente las ciudades que querían disponer –y vanagloriarse– de
semejante infraestructura. En ocasiones eran los propios emperadores o
reconocidos mecenas quienes corrían con los gastos, pero, por norma general, la
responsabilidad de realizar un acueducto recaía sobre los gobiernos
municipales, que delegaban en los magistrados (personajes con funciones
públicas) para llevar a cabo la obra, normalmente con dinero público.
El recorrido de la
canalización siempre discurría cubierto para evitar impurezas. Desde el punto
de captación, pasando por todos los obstáculos del terreno –que se salvaban
mediante sifones, puentes, conducciones subterráneas...–, hasta llegar al punto
o torre de distribución. Desde aquí, los acueductos alimentaban en primer lugar
las fuentes y las termas públicas.
En algunos casos se ha demostrado que el suministro
hídrico podía quedar cubierto por las cisternas públicas y las privadas
excavadas bajo las casas. Pero no hay que olvidar que los acueductos eran la
necesaria estructura para la enorme cantidad de agua que se empleaba en la
ornamentación, el lujo y el espectáculo. Las cisternas podían proporcionar el
agua para lo más necesario, pero no para tanto derroche y esplendor.
No había ciudad que se preciara, por pequeña que
fuese, que no contara al menos con unos baños o termas públicas.
Su módica entrada daba acceso al común de los mortales, que podían asistir a
diario y disfrutar de momentos de relax e intercambio social. Su ingeniería era
brillante. La calefacción funcionaba mediante la circulación de aire caliente
bajo un pavimento hidráulico, sostenido con pilares de ladrillo, sobre el que
se echaba agua fría, dando lugar a una especie de sauna. En los caldaria había
también pequeñas piscinas cuya agua se calentaba con el mismo procedimiento.
Las grandes ciudades
contaban también con divertículos acuáticos, ninfeos (monumentos dedicados a
las ninfas) y enormes fuentes decoradas por las que caía el agua en cascada. El
canal, o euripo, que transcurría por el centro de la calle porticada de Perge
(Turquía) y los ninfeos de Zagouan (Túnez), de Herodes Ático en Olimpia
(Grecia) y de Septimio Severo en su ciudad natal de Leptis Magna (Libia) son
buenos ejemplos.
Las naumaquias, o
simulacros de combates navales, podían tener lugar en lagos naturales, pero también
en edificios llamados asimismo naumaquias, especialmente construidos para este
fin, o en anfiteatros adaptados. En estos dos últimos casos, el suministro para
dotarlas de caudal suficiente hacía necesaria la existencia de acueductos.
Las casas cuyos propietarios podían permitirse este
lujo disponían de agua corriente, conectada a la red hidráulica de la ciudad.
Tampoco menospreciaban el agua proporcionada por la naturaleza. Así, el agua de
lluvia era almacenada en cisternas que servían para llenar los estanques de los
jardines que adornaban los peristilos (patios rodeados de columnas) de las
viviendas unifamiliares, o domus.
Gran parte de las domus (viviendas urbanas) y villae
(residencias en las afueras de la ciudad o bien en el campo) disponían de
sus propias termas. Esto representaba contar con los frigidaria, tepidaria
y caldaria correspondientes, que, a menor escala y según modelos
diversos, contenían lo esencial del dispositivo de los baños públicos.
El agua corriente conectada
a la red pública era siempre de pago y el precio dependía del caudal
contratado. El suministro quedaba de esta manera condicionado por el mayor o
menor diámetro de la tubería de acceso. Pero en el mundo romano también el
fraude estaba a la orden del día, y era más que frecuente encontrar sustituida
la tubería original por otra de mayor calibre. Para evitar esta trampa se
idearon los cálices, así llamados por su semejanza al cáliz de una flor. El calix,
del diámetro correcto, se empotraba en la pared por la que entraba el
suministro hídrico con un primer tramo de tubería, decorado para evitar su
manipulación y falsificación.
Y un último toque de atención sobre la siempre
sorprendente modernidad de la tecnología en el mundo romano. Puede creerse que
el grifo monomando, que mezcla agua fría y caliente, es una conquista del
confort actual, pero no. Aunque hay muy pocos ejemplares, se conservan hoy,
procedentes de las frías provincias romanas de la Europa central, tres piezas
de bronce que podían funcionar tanto para mezclar el agua fría y caliente en
las proporciones deseadas como para usar alternativamente solo agua fría o solo
caliente.
Los ríos constituyen un riesgo en el caso de
inundaciones, que destruyen cuanto se asienta en sus orillas. La misma Roma
contaba con una amplia zona inundable, y ya los etruscos, en el siglo VI a. C.,
realizaron obras de drenaje y construyeron la Cloaca Maxima. Con todo, las
inundaciones en Roma fueron frecuentes.
Los romanos intentaron paliarlas mediante canales y
otras obras de gran envergadura, que sirvieron, además, para evitar zonas
lacustres y pantanosas y facilitar las comunicaciones y el transporte, siempre
menos costoso por vía fluvial que por terrestre.
Los romanos inventaron o
perfeccionaron una amplia gama de maquinaria, como cuenta Vitruvio en el libro
noveno de su Arquitectura. Y la industria se benefició directa o
indirectamente de estos conocimientos.
La fuerza motriz del agua no fue en absoluto menospreciada.
Se comprueba en los molinos hidráulicos y en la minería. Las instalaciones de
Barbegal, en el sur de Francia, permitían moler unas 4,5 t de harina al día. En
las explotaciones auríferas, el caso de Las Médulas (León) es de una gran
espectacularidad: la perforación de galerías en el conglomerado de la montaña
permitía hacer circular una enorme cantidad de agua, cuya presión provocaba el
derrumbe para recuperar el oro del yacimiento. Plinio el Viejo, en su Historia
natural, explica con detalle lo que él denomina ruina montium.
Sería un error creer que
las piscifactorías son un invento moderno. Además de las diversas técnicas de
pesca, los romanos dispusieron de viveros, tanto para peces de agua salada como
de agua dulce. El cordubense Columela, en el libro octavo de su De re
rustica, comenta ampliamente el procedimiento de cría. Para unos y otros
peces se construyeron piscinae perfectamente adaptadas a su
funcionalidad.
Las tintorerías (tinctoriae y fullonicae)
también requerían un importante suministro de agua. Las conocemos con detalle
gracias sobre todo a los restos conservados en Pompeya.
Las presas y canales eran
infraestructuras para aumentar, mediante el riego, la producción agrícola. Este
aporte de agua, que no precisaba potabilidad, comportaba obras no tan
aparatosas como las de los acueductos y, por ello, se han conservado en menor
medida. Además, la explotación de unos mismos terrenos a lo largo de la
historia ha contribuido a su pérdida. En todo caso, su utilidad está fuera de
duda. La agricultura árabe, por ejemplo, abundó en los mismos parámetros que la
romana.
Los romanos, en fin, se sentían muy orgullosos de sus
realizaciones en el campo de la ingeniería hidráulica. Frontino, en su obra
sobre los acueductos de Roma escrita en el siglo I, dice así: “Comparad, si os
parece, las numerosas moles de las conducciones de agua tan necesarias con las
ociosas pirámides o bien con las inútiles pero famosas obras de los griegos”.
Aun así, supersticiosos como eran, no olvidaban rendir culto a divinidades
relacionadas con el agua.”
Este artículo se publicó en el número 448 de la
revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.